Mauro Fernández. León Pacheco. Ministerio de Cultura, Juventud y Deportes. San José, Costa Rica. 1972.

Mauro Fernández Acuña ¿Docente?

Carlos Arroyo – Mis Libros con Notas

A finales del año 2018, asistí a una graduación escolar. Iba solamente con la intención de acompañar a mi queridísima ahijada Génesis Giuliana, que había terminado la primaria con excelentes calificaciones pero, al igual que todos los demás familiares de los otros estudiantes, antes de poder felicitarla, me tocó presenciar en silencio una ceremonia que se prolongó por mucho más tiempo de lo que esperaba.

Además de la entrega de diplomas, hubo numerosos reconocimientos a estudiantes destacados y homenajes a maestros de distintas disciplinas. Los discursos fueron breves, pero uno tras otro. Llegó el momento en que uno aplaudía solamente por cumplir la parte que le correspondía en el montaje. Ya estaba cabeceando, cuando una maestra, al hacer uso de la palabra, citó a Mauro Fernández.

No recuerdo exactamente lo que dijo, pero era una de esas máximas de ocasión, algo así como que la escuela es un segundo hogar, o la cuna del saber, el faro de cultura o el nido del civismo. La maestra no se extendió en el asunto, sino que se limitó a repetir las palabras de don Mauro.

Sentado en mi butaca, me preguntaba de dónde habría sacado la maestra aquella cita. Es más, de dónde sacarían todos los maestros las citas de Mauro Fernández, porque en Costa Rica, en todos los actos escolares, nunca falta alguno, que acabe citando una breve sentencia suya. Me puse a sacar cuentas y noté que la tradición lleva más de un siglo. Mauro Fernández murió en 1905 y todavía a finales del 2018 sus palabras se repiten una y otra vez en todas las escuelas del país. De boca en boca, o más bien de acto cívico en acto cívico, se ha transmitido la idea de que Mauro Fernández es el maestro por excelencia y ha llegado a ser considerado un prócer de la educación pública costarricense. Curiosamente, Mauro Fernández nunca fue maestro y la famosa reforma educativa que impulsó no alcanzó grandes logros y, vista a la distancia, tiene aspectos bastante cuestionables.

Segundo hijo, y único varón, de don Aureliano Fernández Ramírez y doña Mercedes Acuña Díez Dobles, Mauro Fernández nació en San José el 19 de diciembre de 1843. En aquella época aún no existían en Costa Rica escuelas propiamente establecidas. Desde los primeros años de la época colonial lo que se acostumbraba era que alguien que supiera, generalmente un cura o un pariente, le enseñara las primeras letras a los niños. Las familias acomodadas tenían un tutor para sus hijos y algunos municipios contrataban a una persona instruida para que recibiera niños pobres y le pagaba una modesta cantidad por cada alumno que lograra aprender a leer y escribir.

Una pariente suya que era maestra, doña Chepita Fernández, empezó a darle clases al pequeño Mauro cuando tenía apenas cuatro años de edad. Como dio muestras de aprender rápido y estar muy interesado en los estudios, al cumplir los siete años empezó a recibir también lecciones en inglés a cargo de Miss Sophie Joy, la institutriz particular de los hijos del Dr. José María Montealegre Fernández. Posteriormente el niño también aprendió a hablar francés.

Tras la muerte de su padre, Mauro Fernández, que era apenas un adolescente, debió hacerse cargo de su madre y de sus dos hermanas, Isolina y María Práxedes. Como lo conocía desde pequeño y sabía que era un muchacho serio y estudioso, el Dr. José María Montealegre, entonces Presidente de la República, nombró al joven Mauro, de apenas dieciséis años de edad, como escribiente en el Ministerio de Gobernación. Muy pronto fue ascendido y le correspondió trabajar directamente a las órdenes de don Julián Volio Llorente, quien fue el gran impulsor de la escuela primaria gratuita, obligatoria y costeada por el Estado.

A pesar de tener un trabajo a tiempo completo, don Mauro continúo estudiando. Entre sus principales mentores cabe destacar al guatemalteco Lorenzo Montúfar y al nicaragüense Máximo Jerez. En 1869 se graduó de abogado en la Universidad de Santo Tomás y, casi de inmediato, viajó a Inglaterra, donde permaneció durante más de un año.

Cuando regresó a Costa Rica, abrió su bufete y se dedicó a diversas actividades profesionales, financieras y comerciales. Fue abogado de Minor Cooper Keith, funcionario de la Corte Suprema de Justicia, diplomático en misión especial a El Salvador, trabajó en la banca y fue miembro de varias juntas directivas de sociedades privadas en instituciones caritativas. Su carrera en el sector público consistió fundamentalmente en la redacción de códigos. Contra lo que comúnmente se cree, Mauro Fernández nunca fue maestro. Su esposa, la británica Ada Le Capellain, con quien contrajo matrimonio en 1874, sí se dedicaba a la enseñanza.

Aunque era lector asiduo de Stuart Mill y Herbert Spencer, don Mauro no escribió ensayos filosóficos ni era colaborador frecuente en la prensa. Don Cleto Gonzalez Víquez decía que «Mauro Fernández no fue un escritor, sino un orador, y más que un orador un propagandista». Se sabe que llegó a publicar tres libros: Los sentidos y el intelecto, La Refutación y Tres semanas en Sevilla. Sin embargo, tal parece que esas obras se perdieron, ya que no se consiguen en ninguna parte.

En 1885, el Presidente Bernardo Soto Alfaro, nombró a don Mauro ministro de Hacienda, Comercio e Instrucción Pública. Por su experiencia previa, don Mauro estaba ampliamente calificado para las carteras de Hacienda y Comercio, pero fueron sus disposiciones como Ministro de Instrucción Pública por las que acabaría siendo recordado. Simultáneamente a su cargo en el poder Ejecutivo, don Mauro era diputado y Presidente del Congreso, lo que le permitía participar en el debate de las leyes que proponía reformar.

Aunque don Mauro fue el promotor de la famosa reforma educativa realizada durante el gobierno de Bernardo Soto, quien estuvo a cargo de todo el planteamiento y estructuración fue el educador Buenaventura Corrales, a quien pocos recuerdan, porque el mérito siempre se lo lleva el superior jerárquico que es, a fin de cuentas, el responsable del asunto.

Lo que pretendía la reforma era eliminar la formación puramente teórica y clásica que se impartía en la Universidad de Santo Tomás y sustituirla con un impulso a la educación secundaria y la fundación de un instituto de educación técnica y práctica.

La universidad, de hecho, se cerró, pero la educación secundaria no fue reforzada como se había prometido, ni tampoco se estableció ningún centro de formación técnica.  Es decir, la reforma de don Mauro logró destruir lo que quería destruir, pero no logró construir nada nuevo. Se atribuye a don Mauro Fernández ser el fundador del Liceo de Costa Rica y del Colegio Superior de Señoritas. Valdría recordar, sin embargo, que fundar es partir de cero, o casi de cero, y ese no fue el caso en ninguna de esas dos instituciones porque ya funcionaban el Instituto Nacional, donde estudiaban los varones y la Escuela de Niñas, donde estudiaban las mujeres. Cambiarle el nombre a una institución ya existente no significa fundar una nueva. Lejos de promover la educación secundaria, don Mauro intentó, sin éxito, intervenir el Colegio San Luis Gonzaga de Cartago, así como impedir el establecimiento del Instituto de Alajuela y del Colegio San Agustín, que sería el futuro Liceo de Heredia.

Si tanto quería fortalecer la enseñanza media, de primera entrada resulta difícil comprender su oposición, que llegó a extremos de verdadero boicot, a que los alajuelenses y heredianos contaran con escuela secundaria. La razón por la que actuó como lo hizo, fue que la intención de crear ambos centros de enseñanza surgió de los propios vecinos, quienes estaban dispuestos a instalar, sostener y administrar sus colegios, tal y como Cartago hacía con el suyo. Don Mauro pretendía que todas las instituciones educativas fueran creadas y dirigidas por el gobierno. Su posición era contraria al espíritu y a la letra de la ley impulsada por don Julián Volio Llorente quien, al proponer la educación gratuita, obligatoria y costeada por el Estado, le reservaba la inspección al gobierno, pero dejaba abierta la posibilidad de que la Iglesia, las órdenes religiosas, las municipalidades, los vecinos y hasta personas particulares fundaran escuelas. Si alguien quiere y está en capacidad de enseñar, que enseñe. Si alguien quiere y está en capacidad de aprender, que aprenda. El Estado, según don Julián Volio, no debía monopolizar la enseñanza, sino solamente supervisarla y, lo más importante, financiarla. Don Mauro proponía un proyecto centralista en el que nadie, salvo el Estado, podría establecer ni administrar escuelas.

La batalla que libró don Miguel Obregón Lizano, contra don Mauro Fernández, para fundar el Instituto de Alajuela, puede calificarse de heroica. Fue el propio don Miguel Obregón, además, quien logró que la vasta biblioteca de la Universidad de Santo Tomás, sirviera de base para fundar la Biblioteca Nacional.

Don Mauro se equivocó al pretender fortalecer la educación estatal, limitando la educación privada, autónoma o municipal. Los números no mienten. Cuando don Mauro murió, en 1905, además de las instituciones religiosas y privadas, como el Colegio Seminario, el Salesiano y el de Sión, funcionaban en Costa Rica solamente cinco colegios públicos: el Colegio San Luis Gonzaga, el Liceo de Costa Rica, el Colegio Superior de Señoritas, el Instituto de Alajuela y el Liceo de Heredia. En 1948, cuando don Pepe llega a la Presidencia de la Junta Fundadora de la Segunda República, funcionaban los mismos cinco colegios públicos. No se fundó un solo centro de enseñanza secundaria en casi medio siglo. Si las municipalidades, los vecinos o los particulares de Liberia, Puntarenas, Limón, Turrialba, San Ramón o cualquier otra comunidad alejada del valle central hubieran querido establecer un colegio, la ley se los habría impedido. Lo irónico es que el Estado, que no estaba en capacidad de hacerse cargo de la fundación de nuevos colegios, consideraba las iniciativas particulares o comunitarias como competencia, cuando en realidad eran complemento.

No hay que olvidar que, en todo caso, los colegios graduaban bachilleres, pero en Costa Rica la universidad se había cerrado. Algunos autores han especulado que el cierre de la Universidad de Santo Tomás se debió a una motivación anticlerical ya que, por solicitud del Presidente Juan Rafael Mora, el Papa Pío IX le había otorgado el título de Universidad Ponticia, lo cual le daba gran autoridad de supervisión al obispo diocesano. Sin embargo, ni Mons. Anselmo Llorente ni Mons. Bernardo Augusto Thiel se molestaron en supervisar la universidad que, pese a su título pontificio, era más bien un centro en que imperaban las ideas ilustradas y liberales. El asunto iba más bien por otro lado. La Universidad de Santo Tomás era autónoma, en el sentido de que tenía recursos propios para su mantenimiento y no dependía del Estado. Al cerrarla, el Estado logró adueñarse de todos los activos de la Universidad. Por otra parte, los programas de estudios en la Universidad de Santo Tomás eran teóricos y clásicos. Se enseñaba Filosofía, Derecho Romano, matemáticas puras y lenguas muertas y, en opinión de don Mauro «una universidad en que se cultiva la ciencia pura y abstracta no tiene razón de ser en Costa Rica.»

Al cerrarse la universidad, solamente quedaron funcionando las escuelas de Derecho y de Farmacia. El gobierno disponía de presupuesto para enviar a costarricenses a estudiar al exterior pero mientras don Mauro fue ministro, hasta las becas estuvieron restringidas. Si había recursos suficientes para enviar a estudiar afuera a once personas, don Mauro aprobaba solamente siete becas. En su libro de memorias «A través de mi vida», don Carlos Gagini cuenta que en repetidas ocasiones le rogó a don Mauro que le concediera una beca para ir a estudiar lingüística y filología a Europa, pero que la beca nunca le fue concedida y Gagini no tuvo más remedio que formarse solo de manera autodidacta. Pese a no haber contado con estudios formales, las abundantes y cuidadosas investigaciones de Gagini son verdaderamente apreciables. Tal vez, de haber tenido la oportunidad de estudiar en una universidad especializada, sus trabajos habrían sido más científicos y menos empíricos, pero definitivamente don Mauro, quien no le encontraba razón de ser al conocimiento puro, jamás habría aprobado una beca en carreras tan poco prácticas como la lingüística y la filología.

Su promesa de educación técnica y de ciencia práctica tampoco se cumplió. Como ya se dijo, en Costa Rica solamente se podía estudiar Derecho o Farmacia. Los médicos, ingenieros y arquitectos estudiaban en el exterior, ya sea becados por el Estado o patrocinados por su familia. Irónicamente, en un país eminente agrícola, como era Costa Rica, la Escuela de Agronomía se estableció en 1926, más de dos décadas después de la muerte de don Mauro.

En 1889, cuando cayó el gobierno de Bernardo Soto, don Mauro realizó un largo viaje a Europa y, cuando regresó al país, se dedicó a su bufete de abogado y a la actividad bancaria. Aunque nunca más volvió a involucrarse en temas relacionados a la enseñanza y su reforma educativa no cumplió con lo prometido, fue precisamente en la época de su retiro que se le empezó a venerar como el gran impulsor de la educación costarricense, al punto que en 1902, mientras era diputado por última vez, se dispuso que su retrato fuera colocado en todas las escuelas y en todas las Juntas de Educación del país.

Don Mauro Fernández Acuña murió el 16 de julio de 1905. Su esposa, Ada Le Capellain, murió cinco años después. Como se sabe, su hija, María Fernández Le Capellain, era la esposa de Federico Tinoco Granados y, cuando Tinoco era presidente, se inauguró un monumento a don Mauro Fernández en el Parque Morazán. El busto de bronce, obra del escultor Juan Ramón Bonilla, acabó en el suelo derribado por los mismos manifestantes que le prendieron fuego al diario La Información en 1919. Naturalmente, este acto de vandalismo no iba dirigido contra la memoria de don Mauro en lo personal, sino solamente en su calidad de suegro de Federico Tinoco. El monumento fue puesto de nuevo en su sitio, donde aún se encuentra, en el sector sureste del parque, entre la estatua de Simón Bolívar y el Templo de la Música.

Considerando el hecho de que Mauro Fernández es un personaje interesante y una figura destacada y muy recordada de la historia de Costa Rica, resulta extraño que no se haya escrito aún una amplia biografía suya. En 1972, el Ministerio de Cultura, Juventud y Deportes publicó un pequeño ensayo sobre su vida y obra, escrito por León Pacheco, quien era gran admirador de don Mauro. Aunque el texto está compuesto en tono reverencial y, más que un estudio biográfico, es un homenaje, Pacheco, consciente de que cerrar la universidad fue un error y que la famosa reforma educativa no dio los frutos esperados, en vez de cantar un elogio a la obra de don Mauro, plantea argumentos en su defensa. En su exposición, intenta justificar, de manera no muy convincente por cierto, el hecho de que don Mauro haya dejado a Costa Rica sin universidad durante cincuenta años.

Aunque la adquisición de una cultura general es una tarea profundamente personal y la educación de los niños es, ante todo, derecho, deber y responsabilidad de los padres, don León Pacheco hace malabarismos retóricos para defender la posición de don Mauro de que la educación es función exclusiva del Estado. Las figuras históricas son recordadas por lo que destruyeron y por lo que construyeron, por lo que hicieron o por lo que dejaron de hacer, pero León Pacheco propone que la obra de don Mauro Fernández debe ser valorada por sus intenciones más que por sus logros.

El libro incluye al final una pequeña antología de textos de don Mauro en la que solamente hay reportes burocráticos y administrativos ya que, como los tres libros que publicó no se encuentran en ninguna parte, sus documentos oficiales como ministro es lo único que se conserva de su obra escrita.

Resulta entonces un verdadero misterio el hecho de que todos los maestros de Costa Rica, desde hace más de un siglo, tengan siempre a mano una frase bonita de Mauro Fernández para citarla al hacer uso de la palabra en los actos cívicos.

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