Los ojos del antifaz. Novela de Adriano Corrales. BBB. Costa Rica. 2020.
Los ojos del antifaz
Carlos Arroyo – Mis Libros con Notas
En determinado momento, David, el protagonista de la novela Los ojos del antifaz, de Adriano Corrales, se mira al espejo y no se reconoce. Aún joven, le cuesta creer que aquel rostro envejecido, maltratado, doloroso y amargo, sea el suyo. No hace mucho que era un muchacho alegre, curioso y enamoradizo que, a falta de un balón de verdad, jugaba con sus amigos utilizando como pelota una vejiga de chancho bien inflada y bien cosida.
Creció en el campo, tan cerca de la naturaleza virgen que, en las noches, se escuchaban los gruñidos de manadas de saínos salvajes que se atrevían a curiosear cerca de la casa. Estaba pequeño cuando, cargada dentro de una carreta de bueyes, venía enroscada una enorme serpiente muerta. Los habitantes del lugar se congregaron curiosos y, para que pudieran verla mejor, la colgaron de un poste. Se aprovechó todo. El cuero, que parecía inagotable, sirvió para hacer zapatos, cinturones y billeteras, la grasa, para remedios caseros y la carne para hacer chicharrones.
Su infancia y juventud las vivió en un lugar mágico, en que los fantasmas hacían visitas para anunciar su propia muerte, las brujas se entretenían anudando apretadas trenzas en las crines de los caballos y el Dr. Ricardo Moreno Cañas operaba en sueños a sus devotos. Las oportunidades de divertirse y socializar eran pocas, pero se aprovechaban al máximo, como la vez aquella en que tuvo su primera, brevísima, pero inolvidable conquista amorosa con la muchachita que hacía fila delante de él para montarse en la rueda de Chicago.
Guy de Maupassant decía que una novela es un ciclo completo de vida, que se toman los personajes en un momento de sus vidas y se les acompaña, durante la transición, hasta el momento siguiente. El David joven, fuerte, sano, juguetón, idealista y soñador que respiraba el aire puro del monte y se bañaba en los ríos, no es el mismo David, joven aún, que se mira al espejo y se percata que, aunque actuó movido por las mejores intenciones y con el propósito de hacer lo correcto, el sueño al que dedicó todas sus energías, por el que hizo enormes sacrificios y en el que hasta puso en riesgo su vida, no fue más que un espejismo.
De mente inquieta, David desde pequeño se cuestionaba todo, hasta la doctrina del catecismo. Era inteligente y curioso, pero acabó volviéndose rebelde y revoltoso, hasta el punto de que, siendo apenas un adolescente, Cuzuco, el director del colegio, lo expulsó por haber afeado, con protestas estudiantiles, la visita del Presidente de la República. Fuera de las aulas, sin derecho a matricularse en ninguna institución estatal de segunda enseñanza, David, que podía ser constante cuando se lo proponía, terminó la secundaria y abandonó su verde y mágica tierra natal para ir a estudiar a la universidad.
Deambuló por distintas carreras, se hizo de amigos y, además de compartir parrandas juveniles, acabó involucrándose en una agrupación política que, en la novela, se llama simplemente «La orga». Aunque en el grupo había unos cuantos intelectuales y hasta algunos miembros de otros países, que tenían amplia experiencia en tácticas de agitación, labores de espionaje y hasta de guerrilla, lo cierto es que la gran mayoría de los compañeros eran revolucionarios de camiseta y boina. Muchachos que se proponen cambiar el mundo, sin ser capaces de cambiar sus propios hábitos, que pretenden establecer otro orden de cosas, sin tener su propia vida en orden.
Aquellos jóvenes, aunque cumplían con entusiasmo las tareas que les asignaban los dirigentes, la mayor parte del tiempo eran simplemente compañeros de tertulia y de parranda. Acabaron viviendo todos juntos en una casa alquilada pero el asunto no funcionó muy bien, porque todos comían y solamente unos pocos aportaban. Los recursos llegaron a ser tan escasos que, en una ocasión, todos intervinieron en el debate oral y público de un juicio que se improvisó por la desaparición de un plátano. En la convivencia quedó claro que la tan cacareada palabra «solidaridad», unos (pocos) la consideraban un deber, mientras que otros (muchos) la aprovechaban como una ventaja gratuita.
Era el final de los años setenta y como David era uno de los más entusiastas de la orga, le propusieron entrenarlo para que fuera a luchar como guerrillero sandinista en el frente sur de Nicaragua. David tenía su novia y sus planes. Fue duro decidir entre Lucía y la lucha revolucionaria pero, se dijo, la lucha está por encima de todo. Además, pensó: «Si me niego, quedaré como un farsante.»
Se fue entonces como «voluntario» y, ya en la montaña, llegó a entablar buena amistad con sus compañeros de armas. Eran en verdad muy distintos a los revolucionarios de la universidad y poco a poco fue conociendo sus historias, reales o inventadas, así como las razones por las que explicaban, tanto a los otros como a sí mismos, el que estuvieran allí. Entre los guerrilleros había personajes de todo tipo y hasta niños de doce años de edad, cuya estatura apenas era ligeramente más alta que el fusil que cargaban. Los más viejos, tenían sus razones, pero en cuanto a los chavalitos, aunque eran valientes y arrojados, resultaba difícil de creer que fueran «voluntarios».
A la hora de escoger su nombre de guerrillero, tras descartar muchas opciones, David decidió llamarse Aquiles. Lo más terrible del tiempo de lucha en la montaña no fue el hambre, ni el frío, ni la lluvia, ni el sol, ni las largas caminatas con el equipo a cuestas. Ni siquiera fueron los tiroteos ni la conciencia de que se arriesgaba la vida a cada paso. Lo más terrible fue la muerte, tanto de los compañeros como del enemigo porque, tras los combates, David o, más bien, Aquiles, descubrió que los muertos no solamente tienen un aspecto impactante, que impresiona por lo grotesco, sino también un olor penetrante que queda impregnado por dentro y por fuera de quien se les acerca demasiado.
Cuando Anastasio Somoza abandonó el poder en Nicaragua y los guerrilleros fueron recibidos en las principales poblaciones del país como héroes, por todo lo sufrido, el sabor de la victoria fue amargo y llegó a prestarse para ironías. Hasta la consigna revolucionaria «Hasta la Victoria, siempre», era repetida por los mismos guerrilleros con otro significado, porque en Nicaragua, Victoria es una marca de cerveza.
La madre se curó de todos los males que la tenían postrada en una cama cuando su hijo volvió a la casa. El retorno fue difícil. «¿Cómo se hace para volver?» A petición de los curiosos, David contaba sus andanzas como si el protagonista de su relato fuera otro y no él mismo. Su mente estaba en otra parte. No le interesaba hacerse el interesante con relatos de aventuras, sino retomar de nuevo su vida, sus planes, volver a encontrarse con su novia, buscar una ruta a seguir, hacer algo después de ese paréntesis en su vida. A veces se preguntaba qué habría sido si nunca hubiera salido del pueblo. Tal vez peón de finca, trabajador del aserradero o dependiente de comercio.
David quería retomar su vida, pero «La orga», tenía otros planes para él. Decidieron, sin consultarle, aprovechar su experiencia para realizar lo que llamaban «operaciones de recuperación financiera», eufemismo rimbombante que, en buen castellano, significa, simple y llanamente, realizar asaltos para obtener un botín. Bien mirado, la tergiversación de las palabras es hasta irónica. Solamente se puede recuperar lo que a uno le pertenece. Recuperar algo que pertenece a otro es, por feo que suene, robar.
El asalto a una sucursal bancaria salió bien. No hubo heridos, ni muertos ni detenidos. Pero en el segundo golpe las cosas se complicaron y David acabó arrestado e interrogado. Los cuerpos policiales estaban alarmados y tensos. A inicios de los años ochenta estaban sucediendo hechos cada vez más violentos. secuestros de empresarios de otras nacionalidades residentes en el país, tiroteos, asaltos y acciones de organizaciones armadas con algún tipo de connotación política, como las del grupo La Familia, que dejó la muerte de dos guardias civiles durante un enfrentamiento y de la joven Viviana Gallardo Camacho, ametrallada en una celda mientras esperaba presentarse a juicio.
David llegó a pensar que no saldría vivo del interrogatorio. Nadie, ni siquiera él mismo, sabía dónde se encontraba. Pero a fin de cuentas lo dejaron ir. Pudo dormir y, a la mañana siguiente, mientras se aseaba, se miró al espejo.
«Allí, frente a mí, estaba parado un tipo con los ojos amoratados y la cara de una palidez violácea. Un tipo barbado y golpeado por días y años de lucha inútil consigo mismo y con la muerte. Un tipo desconocido, envejecido por los años a la interperie y a salto de mata. No un guerrero, sino un transeúnte por la vía de los que nunca se descubrieron…Ese era el antifaz que había llevado hasta siempre… Ese tipo no era yo, era otro. Los ojos, mis ojos, al fin podían mirar el antifaz. O el antifaz mirar a mis ojos.»
En Centroamérica abundan las obras testimoniales de guerrilleros pero, por lo general, son de corte propagandístico o apologético en las que el protagonista es retratado como héroe o como víctima. Los ojos del antifaz no van por ahí. Es una novela en la que, más que en la referencia histórica, la atención está concentrada en el drama humano, más que en la lucha social, el argumento se concentra en la experiencia individual. Independientemente de las posiciones políticas o ideológicas que pudiera tener quien la lea la novela, acabará comprendiendo a David y, hasta me atrevería a afirmar que, conforme avance la lectura, llegará hasta a sentirle afecto.
No sé si Adriano los escogió deliberadamente o si ni siquiera se dio percató del detalle, pero encontré profundamente simbólicos los dos nombres del protagonista. David, como el pastorcillo que, siendo apenas un niño, derribó con su honda a un guerrero gigante armado hasta los dientes, y Aquiles, el invencible que tenía, sin embargo, un punto vulnerable. A pesar de la fortaleza de sus palabras, sus ideas y sus acciones, de alguna forma es evidente que, en el fondo, el personaje que está detrás del antifaz es una criatura frágil. A la larga, él mismo se percata que el punto débil de su ser es más que el talón y que el enemigo que pretendía derribar es mucho más grande que Goliat.
El sueño se volvió una pesadilla de la que fue triste despertar. A lo largo del libro hay reflexiones filosóficas, éticas, estéticas e históricas de gran interés y profundidad. Hasta las alucinaciones, o premoniciones, de la vez que durmió tres días seguidos son fascinantes. David sufrió al lado de la sarta de vagos de la universidad, en los duros tiempos de la guerrilla y en las operaciones clandestinas en las que lo involucró «la orga», pero disfrutó de la serenidad de las nostálgicas charlas con sus caseros doña Luz y don Toño. David, en el fondo, era un pensador y un artista más que un guerrillero o un redentor de la sociedad.
Mientras leía “Los ojos del antifaz”, reafirmé mi convicción de que los movimientos de izquierda, pese a su prédica contra la discriminación de clase, en la práctica son bastante clasistas. Están, para empezar por lo más alto, los que llamo «los comunistas gourmet» o, como les dicen en Europa, «La gauche», que son pura pose, como las preciosas ridículas de la comedia de Moliére. Luego están los dirigentes, que dan la cara y pronuncian discursos, pero nunca se ensucian las manos. Y, en lo más bajo de la pirámide, están quienes, como el David de la novela, hacen cualquier cosa que les manden y son capaces de poner a un lado hasta sus aspiraciones personales con tal de contribuir a la causa.
Los de arriba son una farsa. Los de abajo de verdad se creen el cuento. Su idealismo y su compromiso son auténticos, pero acaban siendo utilizados como peones de una partida en la que otros deciden sus movimientos. Uno no puede dejar de preguntarse cómo alguien que, siendo apenas un muchacho, ponía en apuros a la maestra de religión por cuestionar la doctrina y el catecismo, luego, ya más crecido, no solo abrazó sin objeciones de ningún tipo la religión, la doctrina y el catecismo de «la orga», sino que hasta cumplió sus órdenes sin cuestionarlas en lo más mínimo.
El ideal por la justicia social lo llevó a la delincuencia. Se jugó el riesgo de matar, de que lo mataran o de ir a parar la cárcel, con tal de obtener un botín del que ni siquiera recibiría una parte, puesto que debía entregarlo a los de arriba, a los que dan órdenes sin arriesgar nada.
Lo irónico, y lo triste, es que los más comprometidos y obedientes, cuanto todo acabó, fueron los más olvidados. Los otros, los que hablaban de revolución, pero tuvieron el cuidado de mantenerse lejos de los disparos, hospedados en buenos hoteles mientras sus compañeros se escondían en charrales con el enemigo al frente, al final siguieron politiqueando y encontraron su campito en los partidos que antes combatían.
Sereno, sin dolor y sin resentimientos, David llega a decir que, si un largo periodo de su juventud se puede considerar como un montón de años perdidos, confía al menos que no acabe siendo también una memoria perdida. Y se propone entonces escribir su historia personal novelada.
Una vez, le pregunté a Adriano si este libro se podía considerar como unas memorias o un testimonio de su experiencia personal. Tras un profundo respiró, simplemente me respondió: «Los ojos del antifaz es una novela».
Una novela, por cierto, que lleva años generando interés y atrayendo lectores. Su primera edición fue publicada en 1999 por Perro Azul, en 2001 fue editada en Argentina por el sello Piel de leopardo, la EUNED la incluyó en su colección de literatura costarricense en 2007 y la edición más reciente la realizó BBB en el año 2020.
Comentario (0)