La bombilla fue apenas el primer producto programado para fallar a conveniencia de quienes la venden.
La bombilla ilumina el consumismo programado
Todas las compañías del mundo están constantemente tratando de que gastemos dinero. Los artículos que se vuelven obsoletos casi instantáneamente están en el corazón del consumismo.
Gran parte de Occidente es un mundo de un consumo casi ilimitado, pero eso no es accidental: el ciclo del incesante gasto y descarte fue tramado.
¿Cómo? Para descubrirlo, hay que ir a Berlín, Alemania.
En los años 20, los manufactureros tuvieron una idea que se convertiría en una piedra fundamental de la economía de consumo: limitar artificialmente la vida útil de los productos.
Se le denominó «obsolescencia programada», es decir, hacer cosas deliberadamente diseñadas para fallar.
Y la obsolescencia programada empezó con uno de los productos de consumo más básicos: la bombilla, el bombillo, el foco o lamparita.
El modelo para el consumismo moderno se quedó escondido detrás del Muro de Berlín.
La antigua fábrica de Osram en Berlín Oriental escondió un secreto hasta la caída del Muro de Berlín.
A principios de la década de los 90, el investigador alemán Helmut Herger encontró unos documentos olvidados.
«Yo conocía a la gente del Consejo de Trabajadores de la fábrica de bombillas y sabía que cuando la cerraron, habían guardado el archivo», le cuenta Herger a la BBC.
Los documentos revelaron un acuerdo secreto extraordinario que proveería el modelo para la obsolescencia de consumo con la que vivimos hoy en día.
El cartel Phoebus
Hace unos 90 años, un cartel global de empresas tomó una decisión coordinada para reducir la vida útil de las bombillas. Se le conoce como el cartel Phoebus.
Este es el documento madre de lo que se conoce como la «obsolescencia planificada».
Su originador fue el entonces presidente de Osram, William Meinhardt, quien quería estandarizar y controlar la manera en la que se fabricaban las bombillas.
En 1924, los líderes de las más grandes compañías eléctricas se encontraron en Ginebra y llegaron a un acuerdo.
El objetivo era aumentar las ganancias fijando conjuntamente los precios y las cuotas de producción. Además, dictar el tiempo que podía durar un foco de luz.
Las reglas que gobernaban la forma en la que el cartel controlaría la producción eran precisas y detalladas.
«Antes de que existiera el cartel Phoebus, una bombilla eléctrica tenía una vida útil de 2.500 horas», explica Herger. «La normativa lo redujo a mil horas».
En los años 20, las firmas que producían bombillas acordaron reducirles la vida útil en un 60%.
Las bombillas que duraban más tiempo brillaban menos. Las empresas alegaban que la reducción a mil horas era la mejor solución cuando se tenían en cuenta dos factores: durabilidad y eficiencia.
No obstante, el impacto en las ventas fue fenomenal. El año en el que el acuerdo fue firmado, un ejecutivo de una compañía de luz escribió…
«Todos los fabricantes… se comprometieron con nuestro programa de estandarización… se espera que duplique el negocio de todas las partes en menos de cinco años».
Y si una compañía violaba las leyes del cartel, era multada.
Las leyes estipulaban claramente multas en moneda suiza cada vez más altas si se descubría que los bombillos duraban 20, 50, 75 horas, etc. más de lo acordado.
Secreto a voces
La Segunda Guerra Mundial le puso fin al cartel de Phoebus, pero Helmut Herger ha seguido encontrando evidencia de obsolescencia programada.
Herger sigue encontrando evidencia de obsolescencia planificada.
Y hay otros investigando cómo funciona hoy en día. A uno de ellos, Stefan Schlegle, de la Universidad Técnica de Berlín, no deja de sorprenderle cuán generalizada es la práctica.
«La obsolescencia programada es un secreto a voces», le dice a la BBC.
«Cuando hablo con gerentes profesionales en congresos y reuniones, dicen: ‘Todos sabemos de eso'».
Schlegel ha identificado obsolescencia en todo, desde máquinas de lavar con elementos térmicos que fallan muy pronto, hasta cepillos de dientes sellados para evitar el cambio de baterías.
El ejemplo más claro es el cartucho de tóner de las impresoras.
Cuando el cartucho de tóner dice que está vacío, miente.
«Contiene un contador, que cuenta cuántas páginas se han impreso, de 0 a 50.000. Es entonces cuando la máquina avisa que el cartucho está vacío».
«Pero uno lo puede reiniciar: tengo un amigo que, en vez de ir a comprar un cartucho nuevo, como hacemos casi todos, lo vuelve a poner en 0 y lo mete en la impresora de nuevo… y sigue imprimiendo. ¡Lo ha hecho hasta tres veces!».
La bombilla fue apenas el primer producto programado para fallar a conveniencia de quienes la venden.
Hoy en día, la obsolescencia programada forma parte del tejido de nuestra vida cotidiana; vivimos en un mundo en el que los productos están diseñados para que tengan una vida útil limitada, lo aceptamos y pocas veces lo cuestionamos.
Es más: el concepto se ha ido sofisticando al punto que ya no es siquiera necesario que un producto deje de funcionar para que se torne obsoleto. Piense en todos los aparatos eléctricos que la gente cambia sólo porque salió uno más nuevo.
En una de las ya tradicionales filas que se forman frente a las tiendas de Apple cada vez que va a salir a la venta un nuevo producto, la BBC le preguntó a un chico que había estado esperando 18 horas por qué era tan importante para él cambiar su teléfono por el último modelo inmediatamente.
«Porque esta vez son de colores diferentes», respondió.
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