Galería de Valores Femeninos Costarricenses. Jorge Luis Soto Soto. Costa Rica, 1975.
Destacadas mujeres costarricenses
Carlos Arroyo – Mis Libros con Notas
En la historia de Costa Rica, las mujeres destacadas son también las mujeres olvidadas. Pocos saben que, en nuestro país, las mujeres podían ejercer el Derecho y hasta ser jueces antes de que la Constitución de 1949 reconociera su derecho al voto. Debió transcurrir más de un siglo antes de que en las escuelas se mencionara el nombre de Pancha Carrasco, la humilde campesina de Cartago que formó parte del ejército que fue a luchar contra los filibusteros de William Walker. En 1919, durante la dictadura de los Tinoco, las maestras de escuela (Carmen Lyra entre ellas), salieron a la calle para encabezar una marcha de protesta que acabó en el incendio del diario La Información, propagandista del régimen.
Años más tarde, durante el gobierno de Teodoro Picado, cuando de nuevo la voluntad popular parecía que iba a ser burlada, ocho mil mujeres desfilaron hasta la Casa Presidencial para exigirle al mandatario garantías electorales. En el desfile participaron las esposas e hijas de los viejos patricios y hasta la propia hija del Presidente Picado. A pesar de la presencia de distinguidas damas de alta sociedad, la manifestación fue disuelta por la fuerza, con golpes y disparos al aire. Curiosamente, aquellas mujeres fueron atropelladas por la policía por pedir transparencia en unas elecciones en las que ellas no podrían votar.
Pero la participación política es solo una de las muchas facetas en que las costarricenses han tenido una actividad que, pareciera, a nadie le interesa recordar.
Ante el desdén con que los libros de historia ignoran la participación femenina, el educador alajuelense Jorge Luis Soto Soto publicó, en 1975, un libro con setenta biografías de mujeres costarricenses titulado Galería de Valores Femeninos. El libro no tuvo la difusión apropiada y la mayor parte del tiraje quedó almacenado. Tras la muerte del autor, sus familiares encontraron varios ejemplares y dispusieron ponerlos en buenas manos. Estoy muy agradecido de que hayan tenido la gentileza de enviarme uno a mí.
La secuencia de biografías aparece en estricto orden alfabético y, por pura coincidencia, arranca con Angela Acuña Braun, la primera mujer costarricense en obtener el bachillerato en el Liceo de Costa Rica y la primera centroamericana en graduarse como abogada. La señora Acuña Braun, además, escribió el prólogo del libro.
De las setenta biografiadas, tuve la oportunidad de conocer en persona a seis. De las obras de algunas otras estaba ligeramente enterado, pero debo confesar que los nombres de la gran mayoría no los había escuchado nunca.
Las sorpresas abundan. En literatura, naturalmente, se incluyen las biografías de Carmen Lyra, Yolanda Oreamuno, Amalia Montagné de Sotela y Carmen Naranjo. pero aparece también una joven que murió de apenas veintiséis años de edad, María Ester Amador León, discípula de Omar Dengo y vecina de San Pedro de Montes de Oca, cuyo único libro Atardeceres, publicado de manera póstuma en 1929 por don Joaquín García Monge, recibió elogios de Carmen Lyra y Carlos Luis Sáenz.
También menciona a la escritora y periodista Rosalía Muñoz Picado quien, en 1954, publicó una biografía de Florentino Castro.
Como la docencia era casi la única actividad en que una mujer talentosa podía destacarse, cerca de la mitad de las biografiadas son maestras. Aparecen no solamente las famosas, como Estercita Silva, Julia Lang, Vitalia Madrigal o Emma Gamboa, sino también docentes rurales como doña Livia Hernández Quesada, primera maestra del cantón de Atenas.
Se destacan los aportes de Margarita Esquivel Rohrmoser y Olga Franco Cao en danza, de Albertina Moya y Ana Poltronieri en teatro, de Margarita Bertheau en pintura, de Julita Araya Rojas, Lolita Castegnaro, Marcelina González y Zelmira Segreda en música, de Angelita Pacheco Zamora en escultura, de Carmen Granados en la radio y de Hilda Chen Apuy, Lilia Ramos y Victoria Garrón de Doryan en la investigación histórica y literaria.
Completan la lista Margarita Ortiz Alvarado (diplomática), Edith Chaverri (primera costarricense ingeniera agrónoma), Graciela Morales Flores (fundadora del Servicio Social de la Caja Costarricense del Seguro Social), además de una empresaria, una obstetra, una microbióloga, una socióloga, una farmacéutica, dos médicas y tres abogadas.
Me sorprendió un poco que no mencionara a doña Yvonne Clays Spoelders, primera diplomática del Servicio Exterior costarricense y fundadora, junto con un grupo compuesto exclusivamente por mujeres, de la Orquesta Sinfónica Nacional. Supongo que la omisión pudo deberse a que doña Yvonne no nació en Costa Rica, sino en Bélgica. Otra omisión notable fue la de la Doctora Concepción Cruz Meza de Coblentz, primera odontóloga de Costa Rica, graduada en la Universidad de Tulane, New Orleans, en 1905. Extrañé también una nota sobre doña Adela de Jiménez, la valiente mujer que, tras la muerte de su esposo, el Ing. Lesmes Jiménez, tomó las riendas de su empresa constructora.
A quienes estudian el aporte de mujeres destacadas en la historia suele molestarles, con toda razón, el hecho de que las mujeres no sean mencionadas por sus méritos propios sino por su parentesco con varones famosos. Cuando se menciona al ingeniero Jorge Manuel Dengo, por ejemplo, se hace referencia a su carrera personal y no se considera necesario recordar que era hijo de Omar Dengo. Sin embargo, doña María Teresa Obregón de Dengo y doña María Eugenia Dengo Obregón, a pesar de sus méritos individuales, son presentadas, respectivamente, como la esposa y la hija de Omar Dengo.
Hay casos en que ni siquiera la relación cercana con un hombre célebre ha salvado el nombre de una mujer del olvido. Todos los costarricenses estamos familiarizados con el nombre de Manuel González Zeledón, Magón, el ingenioso autor de los cuentos que se leen en la primaria y secundaria, pero casi nadie sabe que su hermana, Marcelina González Zeledón, era una cantante de voz privilegiada que estudió, vivió y obtuvo grandes éxitos en la ciudad de Nueva York. Marcelina, nacida en 1867, se marchó de Costa Rica a los veinte años de edad y nunca más regresó. Antes de irse, como despedida a su pueblo, ofreció un concierto en la Catedral Metropolitana de San José, llena hasta el tope. Cuando Marcelina se fue, ni siquiera se había empezado a construir el Teatro Nacional. Su voz, lamentablemente, no tenía nada que hacer aquí. Mientras su nombre era olvidado en su patria, Marcelina logró triunfar ante el exigente público neoyorkino. Algo similar le ocurrió a Zelmira Segreda Solera (1879-1923), nacida en Heredia, quien llegó a cantar en la Scala de Milán.
Bastantes años después de ellas, apareció el tenor Melico Salazar, quien cantó también en Nueva York y Milán. Lo curioso es que el nombre de Melico Salazar pasó a la historia, se le levantó un monumento y un teatro lleva su nombre, pero nadie recuerda a Marcelina ni a Zelmira.
Berta González Quesada de Gerli, hija de Magón y sobrina de Marcelina, fue, por cierto, una de las fundadoras de la Orquesta Sinfónica Nacional y Julita Pacheco Pérez, la esposa de Alejandro Morera Soto, fue una gran impulsora de la educación técnica profesional para mujeres.
Otro caso interesante, esta vez sin parientes destacados, es el de la escultora Angelita Pacheco Zamora (1893-1979), quien cursó sus estudios de arte en España. Verdaderamente hábil con el modelaje, la talla directa y el vaciado, le encargaron realizar numerosos bustos de figuras históricas, entre los que cabe destacar el de Monseñor Stork (al costado norte de la Catedral), el del Dr. Ricardo Moreno Cañas (en el Hospital San Juan de Dios), el de Rafael Yglesias Castro (en el Ferrocarril al Pacífico), el del Marqués de Peralta (en Cartago) y el de don Cleto González Víquez (en Barba de Heredia), Pues bien, pese a que su obra es visible en distintos sitios públicos, ningún libro de historia de la escultura en Costa Rica menciona el nombre de Angelita Pacheco Zamora.
Su caso no es único. Los historiadores de la música en Costa Rica, suelen referirse a la labor pionera del Conservatorio Nacional de Música, dirigido por el pianista Guillermo Aguilar Machado, pero olvidan mencionar que Julita Araya Rojas era la codirectora.
Aunque las biografías que ofrece el libro son breves, tienen el doble mérito de dar a conocer figuras casi olvidadas y despertar la curiosidad por querer saber más sobre ellas. Desde que el libro fue publicado, en 1975, el número de mujeres costarricenses destacadas ha crecido. Si alguien pretendiera, en estos días, emular el esfuerzo y ofrecer una edición aumentada y actualizada, el resultado sería verdaderamente voluminoso. Sin embargo, más que una nueva lista aparte, lo que verdaderamente valdría la pena esperar es una visión más equitativa de los personajes históricos, en la que las actuaciones de las mujeres dejen de ser menospreciadas.
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